Desde ayer en la mañana cuando leí el artículo sobre las piscinas infinitas, me di cuenta que era una estrategia más para superar mi ansiedad mediática.
Mi problema se encarnó al ver a terceros y sus proyectos exitosos (que nada tienen de malo, salvo algunas excepciones), y darme cuenta que mis logros/imagen/carrera profesional/vida espiritual estaban lejos de ser dignos de mostrar en las vitrinas virtuales de las redes sociales. Nada de pompa, nada de risa, nada de parafernalia, nada de banalidad.
Ayer tomé la decisión de bajar la cortina, apagar las luces y cerrar la caja fuerte de mi exposición pública. Se puede pensar que huyo de mis frustraciones, o que son mis deseos froydianos los que me invitan a volver a la posición fetal y a la soledad voluntaria. Pero sería equivocado. No solo por Froyd sino porque la vida social no es igual a la interacción virtual. No es igual al like, al retweet, al snap. Cierro la vitrina de la vida instagramizada para ganar de vuelta mi vida real. La de los abrazos y los besos. La de las caricias y los suspiros. La de las miradas fijas y las conversaciones atentas. La del celular fuera de la mesa.
Este es mi segundo día. Aunque la ansiedad quiere empujarme al barranco del que estoy por salir, me he podido agarrar de alguna rama de esperanza en una vida que valga la pena ser vivida.
Así nadie más lo sepa.