El origen de mi nombre es “Granjero” y hasta el día de hoy pensé que no ser un agricultor era una afrenta directa al nombre que recibí al nacer. Una deshonra.
Intenté encontrar mi camino hacia la tierra, me concentré en aprender desde lo teórico tanto como pude sobre la tarea del agro. Trabajé por años en una empresa dedicada a la digitalización de las tareas agrícolas, escribí decenas de artículos y planté mi propia huerta.
Con el deseo por encontrar el camino para usar mi azadón y contemplar el atardecer de una jornada llena de tierra, irrigadores y compost, llegué a la Conferencia de Pequeños Granjeros en California. En los tres días de charlas esperaba aprender más de las tareas del campo, llenarme de herramientas y trazar los primeros pasos prácticos para empezar mi propia parcela. Pero la realidad superó con creces mis expectativas en el día 1.
El Campo es difícil. Muy difícil.
El primer día conocí a Javier. Un hombre de unos cuarenta años, de origen centro americano, con las uñas llenas de tierra y el corazón palpitante por enseñar a las próximas generaciones sobre las tareas del campo. Hace más de cuatro años hace parte del programa en la ciudad de San Luis Obispo que renta terrenos a un costo mínimo a personas interesadas en cultivar. Javier vende parte de sus productos a las Escuelas del Condado de San Luis Obispo y el resto lo lleva al negocio que tiene junto a su esposa de Jugos y Batidos.
Javier trabaja de sol a sol. Sin parar. Sus manos callosas y tenaces. Su cara ajada por el sol no le es pretexto para seguir trabajando. Y es que ser agricultor es más que el trabajo físico del campo. Es ser publicista, ingeniero, contador, administrador, jardinero, vendedor, albañil, ecólogo, biólogo y sobre todo paciente. El pequeño granjero tiene que tener habilidades que a nadie más se le exigen y que sin ellas sus tareas serían fallidas desde el principio. El campo no es para los expertos sino para los arriesgados. El clima, las pestes, las variaciones del mercado, el cuerpo cansado, los sistemas de riego fallan, el contrato que cancelan, los impuestos, la tierra. Nada que pueda se controlar, todo se puede perder. ¿Qué otra labor exige tanto y da tan poco?
El trabajo del campo es ingrato
La gente me miraba raro cuando le decía que quería ser granjero. Sabían que yo era un ignorante y un soñador. Pero sobre todo, sabían que el trabajo de la tierra es ingrato. Un ingratitud oculta. Pocos le da gracias a nuestros campesinos, casi nadie les paga bien, y son menos los que les tratan con respeto. Y sin embargo, ellos con sus salarios anémicos, sus manos acorazadas y sus días encorvados quitando maleza, siguen amarrados a una labor tan demandante.
Yo no sirvo para eso. No doy la talla. Soy insuficiente para superar a Javier, inclusive para seguirle el paso por más de un par de días. Me duelen las rodillas y la espalda no más de verlo. Estar sentado en un escritorio no me ayuda, aunque creo que mi mayor desventaja es mis ideas románticas de una era pastoral que no volverá.
Soñaba con una integración de la ciudad y el campo. Con una agricultura distribuida. Ser un pionero de ideas recicladas. Pero no me da el pellejo. Soy muy citadino, muy viejo y sobre todo muy cobarde. El campo es para gente con un ánimo que soporta condiciones muy adversas del clima, el mercado y el ecosistema. Con la capacidad de lidiar con uno de los sistemas más complejos que he estudiado. Se necesita más coraje del que poseo para lanzarme a esta agua desconocida.
Gracias a Javier por ser lo que es y mostrarme lo que no puedo ser. Como consumidor, ahora más que antes, sé que debo comprarles más a los pequeños granjeros que desafían al sistema de alimentos, apreciar su trabajo pagándoles mejor que lo se paga a los supermercados, e incentivarles a que sigan usando más prácticas regenerativas. Es lo menos que puedo hacer.
El trabajo del campo es vital
Sin el campesino, por lo menos hasta que los robots crezcan toda nuestra comida (cosa que pasará en los próximos 50 años), son las manos como las de Javier las que harán que la biología vegetal y animal sigan creando vida para poder mantener nuestros espíritus dentro de nuestra escudo corporal.
El problema es que cada vez hay menos Javieres y más Jorges. Necesitamos más agricultores. Muchos más. Millones. Los necesitamos funcionando mejor que antes. El cambio climático y el aumento de la población necesitan de grandes inversiones en la agricultura. Mejores prácticas, mejor tecnología, mejores salarios. Elevar a nuestros campesinos, granjeros y rancheros.
En conclusión, y para aquellos que aún no lo han leído entre líneas, no creo que en un futuro cercano decida ser agricultor. Más esto no me aleja del campo, de la comida y del sistema de alimentos. Seguiré con mi lucha por compartir tanto como pueda sobre sostenibilidad, consumo consciente y sistemas distribuidos. Mi azadón será mi teclado. Mi bolsillo será mi voto. Mi cena será un tributo a aquellos como Javier.
Seré granjero de nombre, y animador de profesión.